Pese a los períodos de bonanza
literaria dentro de las cárceles, hubo tiempos de censura y sequía que
inspiraron artimañas efectivas para sortear esa situación. Durante este lapso
las contradicciones se reflejaron, quizá, mediante el uso del lenguaje con el
que se identificaban los libros permitidos. Éstos tenían un sello que decía
“censurado”. Los que efectivamente eran censurados tenían un sello que decía
“rechazado”.
“Después de la quema y de los
primeros períodos sin negro sobre blanco nos volvimos más previsoras”, comienza
Trías. “Tomamos medidas de preservación para los tiempos de abstinencia.
Copiábamos páginas importantes o capítulos enteros, haciendo esquemas de la
obra en cuestión, en letra minúscula. Tuvimos que oficiar de libros orales,
transmitiéndonos mutuamente las lecturas que habíamos archivado en la memoria”.
En Libertad también hubo
escribas. Es el caso de Ferrario. “Cuando cerraron la biblioteca, muchos libros
se perdieron. Hubo dos posibilidades: camuflarlos, y otros éramos copistas”.
Los camufladores cambiaban prolijamente las tapas originales por otras con
títulos intrascendentes. “Había compañeros que podían hacer una muy buena
encuadernación”, recuerda. “Las tapas eran sofisticadas. El problema es que
cuando el título estaba en todas las páginas no se podía hacer nada”, aporta
Liscano.
Algunos presos que estudiaban
arquitectura habían ingresado unas lapiceras con trazo de una décima de
milímetro. “No había lista de no permitidos. Estabas siempre expuesto a
cualquier cosa porque no sabías...”. Cuando estaban prontos los manuscritos, se
hacía un rollito, se guardaba en nailon, se escondía en la boca y se lo escupía
al destinatario. En caso de emergencia, había que tragárselo.
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